Por Laura Soto
No puedo dejar de sentir en todo el cuerpo mis cotidianos viajes en la línea A de subte en la Ciudad de Buenos Aires. Vivía en Ramos Mejía y esos vagones maravillosos me transportaron durante gran parte de mi vida.
Subirse a la línea A era como transportarse en el tiempo. Las demás estaban más modernizadas, pero para mi propio asombro en aquella época, los asientos de la línea A seguían siendo de madera, los herrajes de bronce y los vidrios esmerilados. Siempre me preguntaba en qué momento se desintegrarían y si yo lo haría con ellos.
Subía en la hermosa estación de Plaza de Mayo, aún hoy con sus mayólicas y sus detalles, que conservan ese espíritu de época. La formación tomaba una velocidad impresionante a la vez que chirriaba tanto que no era posible siquiera hablar con el compañero casual. Se sacudía y retorcía en las curvas, agitando la modorra de la vuelta a casa o el examen próximo. Cada parte de la estructura de madera parecía flotar en esa carrera, como si no estuvieran unidas, como si algo mágico las trasladara cada una por separado, todo el interior se desplazaba de a una pieza, coordinadamente, desintegrando y volviendo a pegar cada una de las astillas y huesos avanzando.
La luz tibia invitaba a replegarse, los espejos obligaban a volver a mirarse, a intentar una vez más, ¿quién soy?
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