Por Laura Soto
Ella solía ser una mujer muy inquieta, imparable. Hizo de todo.
Vendió muñecas en la calle, en las navidades de su adolescencia. Barrió los pisos de la primera oficina en la que trabajó como secretaria. Ayudó a su vecina italiana a embotellar salsa en las madrugadas heladas. Arrancaba temprano para su trabajo en Pompeya. Seguía luego hasta Ciudad Universitaria y volvía, dormida, al conurbano, casi a medianoche, haciendo un círculo cada día de más de 100 kilómetros. Tiene mucho para contar de aquella época.
Hoy se acerca a los 60, el cuerpo le ha jugado unas cuantas malas pasadas. Ella sigue fuerte, en alto, pero ha tenido que trabajar esa cabecita de piernas inquietas para poder hacer carne cuál es el ritmo del paso que hoy le propone la vida.
Cada cambio hacia adelante es como cuando se tiraba por el tobogán. Lleva a flor de piel esa sensación de vértigo que terminaba en triunfo y vuelta a empezar.
Ese aprendizaje le sirvió para toda la vida: la mejor forma de disfrutarlo era no tenerle miedo. A la altura. A las astillas de la madera que podían clavarse en los muslos. A la velocidad sin posibilidad de control. Soltar el caño frío y despintado de la partida, entregar el cuerpo a la vorágine, esperando siempre lo mejor.
Correr ya no es una opción para ella, tampoco trotar. Hoy puede caminar.
Cuánto le duele aceptar “el no puedo” cuando la cabeza sigue en la maratón, bien adelante, y se vuelve a mirarla preguntando ¿qué te pasa?
Seis kilómetros con sol, apenas uno si hace mucho frío.
Una mañana de julio, ahorita en 2020, en una de las ventanas que posibilita la cuarentena, lo descubrió. El alma le retembló atándola al suelo con la mirada incrustada en el cielo.
Como si recién despertara. Abrió los ojos a lo imposible y miró mejor, entendiendo tanto. Tanto.
En El Rosedal, en Palermo, una enorme palmera, bella, esbelta, fuerte, imparable, ha permitido a un Eucalipto crecer.
Sutilmente agarrado por unas raíces que, debiendo estar en tierra y a oscuras, pelean por la existencia en un absurdo: al sol, sin agua, al viento, en las alturas.
En su esqueleto palmera este árbol en PH ha sido su imaginación. Para anticipar al final del tobogán tanto la arena tibia como el charco de agua que a veces se formaba después de la lluvia. Ha sido cuestión de anticiparse a la caricia o a saltar a tiempo y seguir jugando.
Miró mejor. Descubrió otras palmeras igual, con estos PH creciendo a través de ellas y permitiéndoles explorar otras vistas, otras perspectivas, otras posibilidades.
Entonces todo pareció estar justificado y explicado.
Esta mujer supo entonces que aún puede escalar toboganes temerarios.
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