Sardana reseca


Por Laura A Soto

Allí arriba, en el techo hace frío, Manuel tiene la teja entre las manos. La eligió con esmero, no se decide a bajar. Atardece, la vista desde esas alturas es tan dilatada como puede serlo abajo, en el palenque. En la Patagonia la tierra siempre está tragárselo, mientras uno se resiste parado en medio de su obligo, dejando atornillados los ojos el puro cielo azul.



Manuel escapó de su Tarragona natal hace ya cincuenta años. Conoció a Dionisia en medio de los océanos, una noche que simulaba ser la última. La hizo suya en una nebulosa de rayos y embestidas. Una vez en Buenos Aires volvieron a embarcar al sur. Bajaron en un recodo de la costa a la que llamaban puerto. A cambio de los aretes de oro de ella y el Winchester compraron un monte de cardos achaparrados. Eran jóvenes, estaban enamorados, no tenían frío. Entonces no imaginaban. Empujaban al viento con el cuerpo y avanzaban ajustándose a las ráfagas que nunca, pero nunca, dejaron de soplar.


Ahora Dionisia esta en la casa, sobre la enorme cama de hierro, con una vela encendida frente al espejo y las manos cruzadas sobre el pecho. Manuel no la reconoce así. Siempre se levanta antes que él, y no vuelve a deslizarse entre sus piernas hasta asegurarse que la gran salamandra se mantendrá encendida por el resto de la noche.

Manuel está convencido que las cosas a la luz del día se ven mejor, vuelve a dejar que amanezca. Otra noche en el techo. Acurrucando sus huesos secos contra un nido de hornero despoblado. Pensó en buscar flores. Una risa estrepitosa, llena de lágrimas y desconsuelos, le salta a la boca. ¡Ni margaritas silvestres con olor a zorrino sería capaz de conseguir! 

Se acuerda cuando Dionisia consiguió unas semillas. Le aseguraron engendrarían unos hermosos alelíes. ¡Cómo trajinó con ellos! Aquí donde la tierra parece talco y rechaza cualquier condescendencia. No pudo contra la vehemente dentellada que todo lo transforma en ceniza. Decretó entonces que inventaría sus propios colores. La encontró Manuel un día, culo pa’riba, haciendo pozos en el suelo. Colocó alineadas y de cabeza viejas botellas de vidrio de tonalidades vivaces. Las regaba con ahínco, haciendo alarde del verdín que juntaban en el fondo y los hermosos destellos encrespándose a la hora de la siesta. Dionisia se olvidaba que estaban a mitad entre dos océanos reales y dos océanos de tierra y piedras. Se empeñaba en quitar el polvo, que inmediatamente volvía con aún más fuerza a ocupar su indiscutible lugar. 

Dionisia tarareaba la sardana como si estuviera frente a su Mediterráneo, entre gentes cantarinas y danzantes. También cepillaba sus cabellos, que el viento se ocupaba de azotar una y otra vez. Solía hacer gala de su piel de hembra satisfecha, aunque el sol le cuajaba los mofletes. Si al menos hubiera podido parir un niño a término...

El perro cimarrón lo observa, ya sin mayor entusiasmo. Manuel continúa en las alturas. Especula con cada amanecer hasta el mediodía, se emborracha de sol y viento durante la tarde, y se abandona al rocío y a la escarcha por las noches.

Su deber es bajar con la teja en la mano. Apagar la vela con lentitud, para que Dionisia emprenda su viaje. Mientras él tenga la teja entre las manos, resistiendo el embate de la polvareda, tallando surcos secos en sus mejillas, aguantará.

Cuando hicieron la casa ella se trepó a estos mismos lugares sin ningún temor. Colgada con cuerdas y a la par de su hombre le puso un freno al viento, un punto donde obligarlo a chillar, quejándose contra la cal reseca. Esperaron siempre al progreso, la luz eléctrica, el gas, el agua, o tal vez a un avión cruzando el aire.

En España, cuando murió su madre, fue su propio abuelo quien le enseñó el procedimiento. Con tono grave, sosteniendo la destartalada escalera de madera, y sabiendo que el niño comprendía, le dijo: - Manuel, debemos ayudar a tu madre a dejar este mundo. Vé, súbete a la azotea, quita una teja y ábrele paso para que se eleve al cielo. Deja de llorar y entérate, ya eres un hombre. Ahora recordaba con rencor a ese abuelo bruto y poco afectuoso. Recordaba sus manos oscuras, sus ojos vidriosos, su olor a bacalao salado bajo los dientes.



¿Si la había amado? -Pues sí, hombre, y con el alma. Pues cómo es posible no amar esa férrea tozudez calada en el entrecejo, esa determinación por ponerle el cuerpo a todo un cielo, ese plantarse en tierra con las manos en jarra preguntándole a la vida ¡qué me tienes para hoy! Pero si ella era bellamente dura, terca, más fuerte que cien bueyes juntos y más altanera que mil ejércitos -Hombre, era hermosa, sin más carnes que un tobillo de canario!!! Y allí, en medio de las piedras, la había amado una y mil veces gritando su gozo sin falsas castidades.

Manuel juega a que es joven y vigoroso, estira su mano para alcanzar un canto rodado, pierde el equilibrio. Cae del techo aplastando su mejilla contra el suelo reseco. Quieto, muy quieto, balbucea entre dientes: -¡putas, está hecho!!

Por entre los yuyos pegados a sus ojos puede ver la vela aún encendida y la sombra del cuerpo recostado de Dionisia proyectada sobre todo el interior de la tapera. 

Tiene en su mano izquierda, apretadas con fuerza, una teja. 

 

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